Rutina y novedad. La mayor parte de nuestro tiempo somos seres rutinarios, recorremos caminos ya conocidos, vemos y percibimos según lo que ya sabemos. Nada nuevo sucede, y si sucede, no nos damos cuenta o no queremos darnos cuenta. Vamos paso a paso apartando de nuestra consciencia lo que es diferente a lo que conocemos. Vivimos así sin dudar, sin sentir demasiado, sin tener que tomar decisiones, como un poco anestesiados. Nos dejamos llevar por la manera en la que hacemos las cosas habitualmente, por nuestras creencias asentadas, por los condicionamientos, los valores o las lealtades que han cultivado en nosotros la sociedad y la familia en la que hemos crecido.
Esta forma de estar en el mundo según lo conocido, obviamente nos ayuda, ya que nos permite desenvolvernos en nuestro día a día sin invertir mucha energía, nos permite funcionar de forma práctica y funcional mientras no haya cambios importantes. Esto nos proporciona una sensación de seguridad, de control, de tranquilidad, de conocimiento.
El problema aparece cuando no podemos salir de ahí, cuando estamos atrapados, confinados en nuestro propio terreno, cuando no podemos o no queremos salir de lo conocido, aunque la situación nos lo esté pidiendo a gritos. Porque permanecer ahí es estar condenados a cerrar los ojos a lo diferente, es evitar sentir, emocionarnos, descubrir, dudar, aventurarnos, curiosear, cambiar el punto de vista.
¿Y por qué a veces nos mantenemos ahí, agarrados a la parálisis, a pesar de que estamos sintiendo una fuerza de avance, de desarrollo, de salud? Pues porque no queremos sentir miedo, ni frustración. No podemos soportar vivir más situaciones peligrosas que pueden atentar a nuestra integridad, a nuestra dignidad, por eso tratamos de protegernos. Tampoco estamos dispuestos a que no haya nadie que nos escuche, que nos sostenga y nos valide, ya hemos pasado demasiadas veces por ahí, por esa sensación de profunda soledad.
Ya estamos hartos de vivir situaciones cargadas de temor, de vacío, llegamos a un límite. Aunque a día de hoy ya prácticamente ni nos acordamos y lo minimizamos, sufrimos tanto de pequeños, que decidimos cerrar nuestras puertas. Preferimos quedarnos aislados, alejados de algunas novedades de la vida y anestesiados de las sensaciones dolorosas, porque así, al menos, no sufrimos más. Dejamos de confiar en el proceso natural de la vida. Una decisión y una actitud que, pese al paso de los años, mantenemos viva, aunque de una manera ya no plenamente consciente ni deliberada, sino instaurada a nivel corporal, en un funcionamiento automatizado. Y es por eso que es tan difícil para nosotros darnos cuenta a día de hoy, que aún estamos tomando la decisión de seguir encerrados en ciertas situaciones.
Cada vez que actualizamos esta decisión, podemos, por ejemplo, juzgar al otro precipitadamente, sin ni siquiera sentir la curiosidad de saber lo más mínimo de esa persona ni de sus circunstancias. Construimos un muro entre esa persona y nosotros, entre lo que yo siento y lo que la otra persona siente, entre mis experiencias y sus experiencias. Al juzgar no miro, solo veo el juicio que yo mismo he puesto entre nosotros. Ya que mirar lo nuevo me hace sentir ansiedad, ¿qué hago?, pues la aparto.
Pero este no mirar, no implica solo no mirar al otro, sino también es no sentir mi cuerpo, mis sensaciones; quedarme en blanco cuando me pregunto qué deseo; hacer lo posible para no expresar alegría, tristeza, enfado o miedo; no tomar el riesgo de elegir nuevos caminos, para no tener que afrontar lo que éstos me puedan deparar.
Y, ¿cómo nos cerramos a la novedad?, ¿qué métodos usamos para resistimos a vivir? Pues, por ejemplo, tratamos de tenerlo todo bajo control, o apartamos la vista y tensamos el cuerpo para no sentir, nos mantenemos “ocupados” en cosas que no importan demasiado, pasamos por encima del otro, nos metemos en nuestro mundo de fantasías, ensueños, críticas, proyecciones. Otra forma muy habitual de cerrarnos a la novedad es actuar de forma reactiva. Reaccionar es actuar antes de ver la situación en la que estamos, antes de saber lo que sentimos o delante de quién estamos. De esta forma nos curamos en salud, es decir, nos protegemos por si acaso, antes de saber siquiera si hay algo de lo que protegerse.
Así vemos como el sufrimiento produce más sufrimiento, aquella frase de que la violencia engendra violencia. En el sentido de que el dolor que viví siendo niño, ahora va a generar sufrimiento en mí y dolor en los que me rodean. Me aparté de sentir mis propias sensaciones, me alejé de mi entorno, dejé de confiar para protegerme, para salvarme, porque era lo mejor para mí en aquella situación. Pero a día de hoy, es ésta la principal razón por la que dañamos a los demás, ya sea por acción o por omisión.
Imaginemos por ejemplo que voy andando por la calle y alguien me pasa rozando con su bici a toda velocidad. Yo digo ¡eh!, lo miro. Sé que me ha visto y me ha oído, pero sigue de largo. No hablo de que tenga otra cosa urgente que hacer, sino de que prefiere apartar la mirada, hacer como que no ha habido novedad, como que no ha pasado nada, como que no ha sentido nada. Yo me he sentido en peligro, invadido en mi integridad personal.
El ciclista huye porque enfrentar esta situación con todas las sensaciones y emociones que pueden conllevar, es demasiado ansiógeno para él. El hecho de irse, de abandonar la situación de manera reactiva, se forjó en su infancia, en la relación con sus padres. De alguna manera no lograron promover que desarrollase la autoestima ni la confianza suficientes, como para vivir estas situaciones con la entereza necesaria, manteniéndose consciente de sí mismo y del otro. Creo que lo más importante en este tema es darnos cuenta que todos tenemos algo de este ciclista.
Bueno, y ¿qué podemos hacer si queremos ser más conscientes, estar más abiertos a lo que el presente nos ofrece? Pues yo diría que varias cosas, que podemos resumir en dos. La primera es aumentar nuestra sensibilidad, a lo que sentimos y a lo que percibimos. Estar atentos a nuestras sensaciones, a lo que deseamos y a lo que no, a nuestras propias opiniones y formas de entender la vida. También estar atentos y sensibles al mundo que nos rodea, incluyendo sobre todo al otro. Esto nos permite saber quiénes somos, y dónde y con quién estamos en cada momento.
Y la segunda cosa que podemos hacer es confiar, lo que quiere decir decidir y actuar en función de nuestros impulsos, poner en marcha lo que sentimos, seguir la dirección de aquello que nos empuja. Ya que, probablemente, la situación presente real no sea tan peligrosa ni tan frustrante como la hemos prejuzgado debido a nuestro doloroso pasado. No obstante, para evaluarla, nos servirá lo que hemos hablado antes respecto a saber quiénes somos y dónde estamos en cada momento. Realizar este esfuerzo de confianza, va a suponer que nos vamos a dar permiso para emocionarnos, para arriesgar, para abrir nuevas posibilidades, para ser creativos, para ejercer nuestro poder y nuestra libertad, para afectar al otro y para dejarnos afectar. En una palabra, para vivir.
Paco Giner
Psicólogo
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