piezas blancas de ajedrez, menos un peón de color negro

La soledad de no pertenecer

 

Formas de amor

Los vínculos que vamos construyendo a lo largo de nuestro recorrido vital nos conectan con la vida, nos nutren, y con el pasar del tiempo se vuelven parte de nuestra identidad. Podríamos definirnos a partir de las relaciones que creamos, conservamos y descartamos. Parece ser que estamos en todo lo que creamos.

Los amigos me permiten conectar con el plano social, el intercambio de ideas, el sentirme aceptada o aceptado en mi forma de ser sin necesidad de cambios. Qué maravillosa sensación poder ser, sin que haga falta nada más.

El trabajo, en el mejor de los casos, deja que mi creatividad pueda desplegarse y darle forma a aquellas ideas que producen efectos y generen servicios o productos que atiendan necesidades de otros. Poder generar, ofrecer al mundo lo que puedo y sé hacer y que me paguen por ello lo suficiente para garantizarme mi sustento material.

La pareja que he construido, o que sigo buscando construir, forma parte de mi deseo de vivir mi afectividad y de encontrar un lugar donde poder sentirme amada y amar a otro. El bello y duro aprendizaje de llegar a sentir que el amor es amigo del interés auténtico por el crecimiento del otro al que amo, independientemente de que satisfaga además mis necesidades narcisistas, legítimas y configuradoras de la autoestima.

Todos estos vínculos son formas de amor. Todos ellos me atan al mundo, a lo vivo, a lo emocional, a lo que late. Aunque algunas veces sufrimos a causa de que no son como nos gustaría que fueran, o están ausentes.

 

El dolor de la no pertenencia

Qué doloroso es no sentirnos aceptados o aceptadas por aquellos tan amados y necesitados, como nuestros amigos, nuestras parejas, nuestros padres y madres, nuestros compañer@s de trabajo. Qué doloroso y cuán frustrante es no conseguir sentir plenitud en lo que nosotros y nosotras mismas vamos construyendo.

No pertenecer y sentirnos solos o solas, en silencio, sin ese testigo íntimo que conozca lo que sufrimos en soledad. No tener tierra firme en la que mis deseos de amor y mi tierna e inocente ilusión de dar todo lo que soy, no encuentre donde poder echar raíces.

Vagar así de situación en situación, de viaje en viaje, de experiencia en experiencia, de encuentro en encuentro escondiendo hasta de mí misma esa sensación de árbol hueco.

Y en medio de esa trágica y honesta sensación de vacío y soledad, conseguir un espacio de tiempo y de vida para dejar de negarme el dolor de no pertenecer parece un imposible.

 

…reconocer ese dolor

Porque si nos negamos lo que sentimos o lo escondemos hasta de nuestra propia mirada, honesta y fresca, como la que teníamos cuando éramos pequeños, no solo vamos a encerrar aquellas partes que necesitan estar libres para conectarnos a la vida, sino que un sinfín de síntomas aparentemente sin sentido secuestrarán nuestra presencia de múltiples experiencias.

Y entonces la vida se hará más opaca, nuestra voz más apagada, nuestra mirada fría, seca y nuestro cuerpo hueco. Porque es en el reconocer el dolor que cada uno lleva dentro de sí donde está la verdadera puerta de salida, si acaso la necesitamos. Porque una vez que entras en el dolor, humildemente te entregas a comprenderlo y descubres paradójicamente tanta belleza, tanta potencia, que dudo que quieras salir huyendo.

Allí se quedó dormida o como anestesiada esa mirada inocente, sin juicio, sin categorías, ese cuerpecito libre y abierto a sentir cada momento de vida, esas manos curiosas, esos deseos de todo y de todo ahora. Allí  entonces pertenecíamos a todo, a la gente que nos rodeaba, a la tierra que nos sostenía, a las flores, a los campos, a los ruidos de la calle, a la noche, a las estrellas, a cada momento que habitábamos.

Reencontrarnos con aquella inocencia, con aquella frescura que no necesitaba aceptar porque no juzgaba, ni comprender porque no veía problemas, ni pertenecer porque todo era suyo y de nadie.

 

El encuentro con un otro

Atender y sostener las experiencias de soledad, de exclusión, de juicio, de descalificación, de no ser suficientes, de sentir que hay algo mal en nosotros y de múltiples heridas, es sin duda la mejor forma de recoger lo que ha caído. Encontrarnos con lo perdido y sembrar la esperanza de poder darnos en las relaciones de una forma que el otro o la otra que se encuentre con nosotros no tenga miedo de mostrarse y pueda dejarse caer en nuestro suelo. Ese mismo suelo compartido, como versa una bella frase que resalta Gianni Francesetti de Cavalieri,

la parte más profunda de nosotros mismos es la superficie en la que nos encontramos.

Porque estoy con el autor de este casi poema, el abismo no está dentro de nosotros, sino entre nosotros, en la relación que construimos, y solamente allí se puede llenar.

No es tarea fácil encontrarnos con otro disponible y estarlo nosotros para sostener el sufrimiento de quien llega a nuestro encuentro. Algo me dice que la belleza está en todas partes pero el miedo no nos deja verla.

 

Rocío Crespo

Psicóloga y psicoterapeuta

Terapia Gestalt

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